viernes, 25 de enero de 2008

De cómo no ser rutinario

En diciembre del 2006 ya había mencionado este libro de Rowson, campeón de Escocia y luego de G.B. Lo estoy releyendo. Primero porque me agrada releer libros, ya que siempre les encuentro novedades que pasaron desapercibidas en una sóla lectura; otras veces porque una nueva perspectiva, resultado del tiempo que ha pasado, y de las experiencias vividas, me hace encontrarles algo distinto.

“Los siete pecados capitales del ajedrez” son en realidad los pecados principales que el jugador comete en este juego. La lista es discutible, pero significativa. Además seguro que alguno de ellos ni se nos ocurriría pensar. Por ejemplo, el primer pecado que se menciona trata del “pensamiento”, y como el lector de este blog puede suponer no se trata de pensar “cosas malas” (en sentido religioso) sino de hacerlo malamente, con ineficacia. El jugador que incurre en este pecado tiende a considerar lo aprendido (en el juego, en libros e incluso aprendido de su maestro más apreciado) como una serie de modelos que ya están establecidos para siempre.

A cualquiera no se le escapa que nada (y mucho menos en el ajedrez) es “para siempre” y que las conclusiones a las que los humanos llegamos son, en esencia, provisionales; no obstante podemos estar de acuerdo y sin embargo actuar, en la práctica del juego, como si fueran verdades eternas e intocables.

Rowson trae a cuento los estudios de Edgard de Bono sobre el “pensamiento lateral”, una clase de pensamiento creativo que descarta los modelos conocidos para dar un salto mortal y enfocar el mismo problema de otra manera radical, cosa que se dice pronto pero que cuesta lo suyo. De Bono da muchos ejemplos y sugiere un método para despertar en nosotros esta clase de pensamiento. Pues bien, nuestro autor afirma que esta clase de pensamiento creativo también se da en el ajedrez. Y para introducirnos en sus ideas coloca, al principio de una sección de este capítulo, la provocativa (para cualquier jugador de ajedrez) cita de Bruce Lee: “No piense. Sienta.”

Para lograr este cambio que nos lleva a saltar sobre lo, hasta el momento, considerado ortodoxo Rowson introduce un ejercicio casi imposible: “hablar con las piezas”.

Induce al jugador a dialogar con sus piezas como si de entes vivos se trataran y dejarse aconsejar por lo que ellas sugieran.

A primera vista pareciera que el autor nos propone que nos pongamos locos paranoicos deliberadamente y hablemos con los objetos inanimados como si de compañeros de juego fuesen. En realidad muchas veces estamos hablando con objetos, sobre todo si son herramientas habituales y las apreciamos por lo que valen, y esto no es señal de locura sino de cariño. Rowson muestra algunas partidas donde se muestra el proceso de “hablar con las piezas” y aunque más no fuese por probar, valdría la pena que en aquellos momentos en que no tenemos ningún plan y estamos desconcertados o nuestro juego es absolutamente aburrido tratáramos de hablar con algunas piezas que, por ejemplo, están olvidadas en algún rincón del tablero. ¡No se sabe lo que puede salir de algo así!